Le imputaron los delitos más terribles. La juzgaron sin piedad. La condenaron con el máximo rigor. Durante décadas, el consenso nutricional relegó a la carne al papel de villana e incitó a sacarla del plato.
a avanzada veggie y el discurso ambientalista –poco menos que culpando a la ganadería del cambio climático y atribuyéndole toda clase de catástrofes– terminaron de asestarle, en los últimos años, lo que parecía una estocada final: comer carne equivalía, según esta óptica, a un acto no solamente insalubre sino también cruel y anti-ecológico. La vanguardia culinaria, a tono con la tendencia, también la ninguneaba: los bichos de mar desplazaban a los de tierra en el imaginario de la sofisticación gourmet. Aquello del pecado de la carne ya no era una simple metáfora moralizante: su significado se había vuelto literal. La culpa atormentaba a los espíritus carnívoros.
Y de pronto, la tortilla (o el bife, para el caso) se empezó a dar vuelta. De enemigo público número uno de la alimentación saludable y sustentable, la carne roja mutó en estrella gastronómica. Sus críticos acérrimos pasaron a venerarla. Y quienes la creían condenada a perpetua hoy son testigos de un inesperado indulto. Parafraseando el latiguillo clarinesco: “ahora dicen que comer carne hace bien”.
Sana y sutentable: ¿enemido equivocado?
La faena de des-demonizar a la carne se cimenta en bases científicas: recientes estudios, artículos y publicaciones relativizan sus efectos nocivos y aconsejan incrementar su ingesta. Los grandes medios amplifican estas voces y los comensales asisten, mientras afilan sus cuchillos y colmillos, a un cambio de paradigma. “Red meat is not the enemy” (“La carne roja no es el enemigo”), el título elocuente de una nota publicada semanas atrás por el New York Times, resume este vuelco. (Hablemos de carne)
Su autor, Aaron Carroll, se presenta como profesor universitario de pediatría e investigador en políticas de salud y sostiene, básicamente, que ninguna comida ha sido atacada de manera tan generalizada, vehemente y exagerada como la carne; que no existe evidencia para justificar semejante embestida y que el problema radica en el exceso y en la predilección por los alimentos procesados en lugar de los naturales y frescos. Su tesis: nos enfermamos más porque ingerimos más calorías y de baja calidad (productos industrializados, embutidos, congelados); no por culpa de un nutriente en particular. La obsesión por evitar las grasas y la carne, dice, se reflejó en los hábitos del consumidor pero no se tradujo en una población más saludable.
En el mismo sentido, uno de los best sellers sobre alimentación que agitaron el mercado editorial en Estados Unidos en 2014 lleva la firma de la periodista especializada Nina Teicholz y se titula “The big fat surprise: Why butter, meat & cheese belong in a healthy diet” (“La gran sorpresa gorda: Por qué la manteca, la carne y el queso pertenecen a la dieta sana”).
El texto apunta, justamente, a demostrar que una dieta equilibrada y beneficiosa para el organismo debe incluir carne, queso y manteca y que las grasas naturales de origen de animal no son malas en sí mismas. De hecho, los lácteos enteros y de alto valor lipídico comparten con la carne esta flamante buena prensa (que los más adeptos a las teorías conspirativas adjudican al lobby de la industria). No es casual que, también el año pasado, con pocas semanas de diferencia la prestigiosa revista Time haya estampado en su portada la frase “Eat butter” –“Coma manteca”– y el columnista foodie del NYT rubricara una columna bajo el lema “Butter is back” (“La manteca ha regresado”).
Este panorama se complementa con la pata consciente o comprometida del fenómeno: los carnívoros se han apropiado de la prédica responsable que, hasta hace poco, parecía patrimonio exclusivo de vegetarianos, crudiveganos y afines. En ese marco, crece a paso firme y a mugido sonoro el movimiento que promueve el trato ético a los animales, las carnes de pastoreo en detrimento de las de feedlot (espacios donde las vacas son confinadas a corrales de engorde intensivo, inmovilizadas, provistas de una dieta ajena a su naturaleza y plagadas de antibióticos), la trazabilidad, el consumo local y otros pilares del ideario ecofoodie. (Lea: 8 tips saludables para disfrutar de las carnes rojas)
Una encuesta entre 1.300 cocineros yanquis pronosticó que las carnes locales (es decir, provenientes de establecimientos agropecuarios cercanos a los lugares de distribución y venta) serán la “food trend” del año en 2015. En tanto, la ciudad de Denver, Colorado, acaba de ser escenario de la cumbre Slow Meat, un encuentro organizado por los impulsores de la movida Slow Food que contó con la presencia de granjeros, carniceros, chefs y expertos en la materia.
El mantra del “nose to tail” (de la nariz a la cola) fue uno de los tópicos claves del debate en este encuentro celebrado del 4 al 6 de junio. La premisa: aprovechar todas las partes del animal como un medio para combatir el flagelo del desperdicio de alimentos. Cuestiones que, si bien por estos pagos todavía no dominan las preocupaciones del público a escala masiva, marcarán la agenda del sector por los próximos años.
RENDY & GOURMET: EL UPGRADE DEL ASADO
En tiempos donde la tendencia propone un retorno a lo rústico y lo primitivo, el ritual de la faena, el fuego y la carne han recuperado protagonismo en la escena gastronómica. Al cabo de un par de años, la espuma de la ola verde (léase veggie) empieza a bajar y los cocineros top se reconcilian con la cultura carnívora.
Las dietas bajas en grasas o carbohidratos dejan paso a aquellas ricas en proteínas, con la paleo a la cabeza, que insta a comer como en el paleolítico: carne, frutas y vegetales, evitando cualquier ingrediente posterior al desarrollo de la agricultura. Los comensales urbanos celebran cierta reconexión con las instancias del proceso que antes se ocultaban y eran tabú: un ejemplo local es el del restaurante La Carnicería, una de las aperturas porteñas más resonantes del último año, que exhibe una gigantografía de reses colgando a modo de ambientación; y se jacta de ofrecer solo cortes provenientes de animales de pastura del propio campo de uno de los propietarios.
Los carniceros, en tanto, se consolidan como nuevas estrellas del mundillo foodie, tanto a nivel internacional (con el peruano Renzo Garibaldi al frente de la flamante legión de neo-butchers estrella), como en el ámbito local, con el auge de carnicerías boutique como las palermitanas Piaf y Amics. Versiones cool del choripán, el asado y el sándwich de lomito copan los menús de los catering más cotizados para reuniones sociales y empresariales. Los eventos y ciclos temáticos dedicados a la carne se multiplican: en Nueva York los antiguos banquetes “Beefsteak” –bacanales cárnicas que se remontan al siglo XIX, donde se come con la mano hasta decir basta– experimentan un revival, mientras que los grandes maestros del BBQ anglosajón despliegan su talento en los ya míticos festivales Meatopia de EE.UU. y Gran Bretaña. (Lea: Carne de res, fuente de hierro y proteína)
Por estos pagos, chefs vanguardistas como Dante Liporace, de Tarquino (considerado el tercer mejor restaurante del país) deconstruyen y reinventan la tradición vacuna, en su caso ofreciendo la “Secuencia de la vaca”: un menú degustación que acaba de relanzarse con pasos tan originales como brioche de seso con jugo de ossobuco. Inspirado en la filosofía sustentable del nose to tail, y bajo la premisa de “sacar a la vaca de la parrilla y llevarla a la cocina de autor”, la propuesta del joven Liporace (formado en las huestes ya legendarias de elBulli) atrae a turistas de todas las latitudes ávidos de explorar el lado B de la tan mentada carne argentina.
Por Ariel Duer
Ilustración: Celeste Rodriguez
Ilustración: Celeste Rodriguez
Tomado de: http://www.contextoganadero.com/
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